La chancla de la vida, el bochorno es abrumador. El ventilador oscila impotente sus 72 grados completos, esforzándose por aliviar el efecto invernadero de este ático de finca antigua donde el aislamiento térmico techuno es inexistente.
Las fiestas de Gracia infligen al barrio un ritmo acentuadamente cambiante, fragmentado por tramos horarios. Desde la ausencia primera, en pleno periodo vacacional difuminado por un regomello económico mundial, el tránsito de personas por la calle va in-crescendo, como el final de una buena aria o la transición al estribillo de un tema dance. Antes del mediodía las mangueras de aguabarrido dominan suelo y pantorrillas, los coches de policía se cruzan con los camioncetes de bcneta, y agentes de a-pié de ambas entidades pasean pausadamente las calles, ataviados con sendas pistolas o escobas, según sin so sobre tras.
Luego tímidamente menús de terraza, hoy melón con jamón y escalopines al roquefort, vino con gaseosa. La gente va conquistando la calle. A medida que avanza la tarde empiezan a formarse pequeños tumultos, se identifican los cuellos de botella a evitar. Para l'horabaixa parece que los hogares expulsen sus inquilinos, me han echado de casa, quién, el sofá. Un toque de queda invertido. Noche y conciertos, las calles quedan llenas hasta la bandera, la carne humana forma un continuo de pared a pared, el aire desalojado, se ahoga y sale a presión entre pechos y espaldas. Se percibe el espíritu de fiesta en las caras con fugaces destellos de quien se sabe sin poder viajar, el agosto en barcelona, los guiris alrededor para recordárselo.
Eps. La llamada de la selva: petardos a discreción, un contenedor apaleado, o un tiroteo. Habrá que averiguarlo. La silla me mira apremiante, ya pasan de las ocho, el desalojo es inminente. Toca ducha, camisa a cuadros y Kimera més que un bar.